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El Rey Lear se equivocó

Laos2Se dice que los clásicos del cine pintura o literatura lo son cuando, además de representar una época, sobreviven a ella y perduran en el tiempo y en el espacio.  La literatura mundial ha generado personajes, actitudes y maneras que se reproducen fuera de las páginas que los encierran, al ser reflejo de los comportamientos y caracteres que, a su vez, les han servido de modelo. Estos figurantes que viven dentro de un mundo creativo tienen sus paralelos en la vida real y empresarial. Todos hemos visto rasgos de ellos en compañeros y clientes cuando no en nosotros mismos. El personaje que persigue como esperpento a quien estas líneas escribe es el Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas. El lepórido ataviado con chaqueta, chaleco y reloj de bolsillo, corre constantemente y dice «¡Dios mío!¡Dios mío!¡Qué tarde voy a llegar!». Además de arrastrar a Alicia a un mundo de locos, vive en constante desazón. Seguro que las tareas diarias del conejo, como las que en nuestro trabajo realizamos, nos obligan a actuar con celeridad, pero los movimientos espasmódicos y las muecas de horror no parecen ayudarnos, porque tomarse el tiempo necesario para hacer las cosas bien es mucho más rápido que hacerlas mal, algo que a pesar de afirmar y repetir como mantra cuesta interiorizar.

En ocasiones, los maestros de la literatura nos ofrecen estampas sobre los negocios que no necesitan adaptación ni traducción, sino que son calcos de lo absurdo de determinadas reclamaciones. El Principito de Saint ヨ Exupèry en su viaje planetario encuentra a un hombre de negocios tan ocupado que apenas levanta la cabeza a la llegada del protagonista. El personaje, tras contar quinientos millones de estrellas, reivindica su posesión;

モ- ¿De quién son?- replicó el hombre de negocios.
– No lo sé, pero creo que de nadie.
– Entonces me pertenecen, porque he sido el primero que pensó en poseerlas.
– ¿Es eso bastante?
– Claro. Cuando tú encuentres un diamante que no pertenezca a nadie, te pertenecerá a ti. Y si encuentras una isla que no es de nadie, entonces será tuya. Cuando eres el primero en tener una idea y la haces patentar, solo te pertenecerá a ti. Por lo tanto, a mí me pertenecen las estrellas, ya que nadie había tenido jamás la idea de poseerlas.
– Es verdad ¿Y qué haces tú con las estrellas?.
– Las administro, cuento y recuento. Es difícil, pero yo soy un hombre serio.ヤ

Qué gran párrafo, redactado sin conocer aun las empresas de venta de parcelas lunares ni la actual reclamación a ultranza de derechos intelectuales e industriales. Un clásico formidable. Tan absurdo nos resulta ese hombre de negocios como los habitantes de Liliput que, arrogantes, exigen al gigante Guilliver respetar las normas y protocolo de los minúsculos Liliputienses. El mismo Jonathan Swift en esta aventura genial muestra un magnífico diálogo entre personajes, monumento a la sátira inglesa y obligada lección de derecho:

モDije que había entre nosotros una asociación de hombres a quienes se adiestra desde jóvenes en el arte de demostrar con palabras , multiplicadas para tal propósito , que lo blanco es negro, y lo negro blanco, según la paga que reciben. El resto de la población es esclava de esta asociación. Por ejemplo, si a mi vecino se le antoja una vaca contrata a un abogado para que demuestre que tiene derecho a que le dé la vaca. Entonces tengo que contratar a otro para defender mis derechos, ya que va contra todas las reglas de la ley permitir que cualquiera hable en su propio nombreヤ.

En verdad, para hablar en nuestro propio nombre tenemos que evitar personajes como Jorge de Burgos, pieza central del Nombre de la Rosa, celoso del conocimiento y absurdo en la defensa de la nesciencia. No me perdonaría desvelar una de las capas de esta redonda novela a quienes no la han disfrutado; pero sí podemos decir que Jorge veda, transforma y niega el conocimiento a los monjes y al pueblo quien es el propietario y legítimo destinatario del saber, base de la libertad y el poder. Como nos recuerda Umberto Eco, el pensamiento único no ha sido creado en nuestros días, se defendió en la Edad media y la Antigüedad, pero nació con el ser humano. Este ser humano ha sido magistralmente descrito por el gran retratista de pasiones y errores que fue Shakespeare. Una de sus principales obras, el Rey Lear sirve de referencia no sólo para el comportamiento en la vida, sino como lección en los procesos de dirección y protocolos de sucesión empresarial. Lear es el viejo rey de Bretaña que decide repartir su reino entre sus hijas; Goneril, Regan, y Cordelia. Las partes que cada una obtendrá serán en función del Amor que le profesen. Goneril y Regan proclaman grandilocuentemente su amor al padre, según lo que éste quiere oír, no lo que ellas sienten. Cordelia, la menor, es parca en palabras pero llena de sentimientos nobles. El Rey Lear al creer que su discurso es pobre la repudia y deshereda, reparte su trozo de reino entre las otras dos hermanas, que suman así, entre ambas la totalidad del reino. Una vez en posesión del reino el comportamiento de las hijas mayores con el rey es hosco, desconsiderado e incluso cruel. Éste se acuerda de Cordelia y busca su ayuda, aunque, al final, en vano. El viejo Lear cometió, como tantos otros en los cuatro siglos siguientes, al menos dos errores. El primero, confiar ciegamente en palabras, no en hechos, y el segundo, premiar a quien dice lo que queremos oír, no a la mesura y a la sinceridad. Ya lo decían nuestros abuelos citando el eterno refranero: モhechos son amores y no buenas razonesヤ

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Ander Somaloma

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