Los objetivos que se marca Europa son tremendamente ambiciosos. De un modo muy sintético (i) crear una economía competitiva globalmente en base a la innovación y el conocimiento. (ii) Promover el crecimiento con un menor impacto en el medio ambiente, ahorrando recursos y materiales y sin emitir carbono y (iii) articular una sistema social más inclusivo, con empleos de calidad e igualdad de oportunidades para todas las personas (Estrategia Europa 2020); “dar la vuelta al calcetín” ¿no les parece?
Sin embargo, las prioridades reales, las que la ciudadanía percibe más claramente parece que van en una dirección muy diferente: férreo control del déficit público que pone en cuestión servicios básicos como la educación y la sanidad de calidad de muchos europeos, un esfuerzo ímprobo para salvar a los bancos en detrimento de la economía real y múltiples y reiteradas reformas estructurales para flexibilizar y agilizar los mercados y en particular el mercado de trabajo que presenta en Europa unas cifras de desempleo intolerables. Todo ello con la promesa de que si conseguimos mantener los pilares de la economía capitalista, si hacemos que ésta funcione adecuadamente, nos devolverá a la añorada senda del crecimiento económico en la que será fácil alcanzar los magnos objetivos que tenemos planteados.
Como muchos autores se temen (ver Mariana Mazzucato, aquí), sin embargo, el funcionamiento de los mercados por sí solos no será suficiente. No lo era antes de entrar en la gran depresión de 2008 consecuencia, en buena medida, de la debacle de los mismos y mucho menos lo es ahora que seguimos teniendo ante nosotros los mismos desafíos de transformación del sistema productivo, de sostenibilidad y de inclusión social, pero estamos agotados, sin muchas ideas y la crisis nos ha dejado sin recursos.
Si Europa quiere seguir siendo creíble, ha llegado el momento de la verdad, el momento de la política con mayúsculas en la que es necesario alinear la visión perseguida que sigue siendo muy válida tal y como está planteada, con la misión del conjunto del sector público y, muy especialmente, con los medios económicos, institucionales y humanos que ponemos a disposición.
La misión de la política europea no puede seguir volcada en regular para facilitar el funcionamiento competitivo de los mercados, limitándose a intervenciones para poner parches a los más que evidentes fallos de eficiencia en la asignación que éstos generan por las numerosas externalidades ambientales y de otro tipo, la falta de información, la presencia de bienes públicos de importancia estratégica y otros muchos factores condicionantes. Cada vez está más claro que los grandes desafíos de la política europea no se superarán sólo facilitando el funcionamiento de la economía de mercado, el sector público tiene que involucrarse directa y más activamente en la promoción de nuevos espacios de interacción, en nuevos mercados que los agentes privados por sí solos es imposible que puedan diseñar y operar de manera eficiente y con la premura de tiempo exigida.
Estos nuevos mercados están relacionados con un doble binomio que presenta grandes desafíos: (i) el cambio climático y la energía, por un lado, en el que nos jugamos el futuro de la vida en el planeta tal como la conocemos y, por el otro (ii) la salud y el bienestar de las personas que exigen radicales nuevos planteamientos para una población cada vez más envejecida y una sociedad más polarizada. Para ser coherente, Europa tiene que focalizar en ambos binomios la transformación de su sistema productivo para que los importantes avances científicos y tecnológicos y las demandas de innovación en la forma de pensar, de actuar y de hacer las cosas que serán necesarios para hacer frente a los retos (energías renovables y sostenibles, nuevos modos de producción limpia, transformación del sistema de transporte, biotecnología…) se activen como verdaderos catalizadores del crecimiento inteligente e integrador perseguido.
En esta renovada y titánica misión que se propone, el sector público tendrá que pasar de ser principalmente “garante del funcionamiento del mercado” a ser “promotor activo de mercados” . Para ello se precisará un completo proceso de reingeniería institucional y organizacional para impulsar políticas más activas y dirigidas, más transversales, mejor coordinadas y con mayor visión de largo plazo, que sirvan para crear nuevos cauces y trabajar muy estrechamente con la iniciativa privada.
Y esto es imposible sin una más decidida y sustancialmente mayor inversión pública del conjunto de las Administraciones públicas, capaz de arrastrar con su impulso al conjunto de la economía europea. Claramente se puede hacer y el ejemplo lo tenemos en la rapidez y eficacia que Europa ha puesto para financiar el saneamiento de su sistema financiero, con cambios institucionales muy profundos y una cantidades inimaginables de fondos públicos. Pero para que esto se dé hace falta mucha convicción y un gran liderazgo.
El denominado “Plan Juncker” es, sin duda una iniciativa en la buena dirección, pero es más que probable que espere demasiado del mercado (15 Euros privados por cada Euro de financiación pública) y no sea suficiente para hacer frente a la gran transformación económica, social y medioambiental que Europa precisa. Y sin fondos, los planes y los bonitos deseos no pasar de ser ilusionantes quimeras.
La imagen que acompaña es de Paul Nasca en Flickr