Dentro de unas semanas tengo una cena de antiguos compañeros de trabajo que hemos titulado «cena de los que nunca tuvieron sitio cerca de la ventana».
Hace unos cuantos años todos nosotros trabajábamos en una organización dedicada al negocio de la consultoría que tenía un curioso sistema de reparto del espacio: cuanto más importante era el cargo de un empleado, más lejos estaba de la puerta y más cerca de la ventana. La actividad de consultoría tiene una rotación considerable, por lo que era muy habitual que entrara o saliera alguien de la empresa y provocara un movimiento migratorio de compañeros de un lado a otro del pasillo cargando cajas de documentos, ordenadores y sillas hacia su nueva ubicación.
La situación de hecho era bastante ridícula y hasta había quien aseguraba que en el despacho del director general (última planta, exactamente igual a como el que describen Jabi Salcedo y Koldo Saratxaga en su libro «El éxito fue la confianza«) se desataba una alarma sonora y luminosa como la de un parque de bomberos cada vez que algún técnico de los pisos de abajo se sentaba demasiado cerca de la ventana, de forma que él pudiera bajar y solucionar rápidamente aquel asunto tan grave.
El tiempo que nos quedaba libre cuando no estábamos migrando lo dedicábamos a hacer proyectos. Eso sí, respetando escrupulosamente el reparto de información jerárquica. Como en el cuento «La fábula del elefante blanco» el gerente veía el elefante completo (casi siempre), el consultor senior veía la cabeza del elefante, el consultor veía la trompa y los técnicos con suerte veíamos los tres pelos de la nariz de lo que no sabíamos si era un elefante o un oso hormiguero. Y con esa información teníamos que trabajar. Y encima aprender.
El reparto de los equipos también era jerárquico: las personas de los niveles más bajos se llevaban los ordenadores más viejos, lo que daba lugar a una curiosa paradoja porque en consultoría son precisamente los técnicos quienes pasan más tiempo delante de los ordenadores y por lo tanto quieres tienen necesidad de mejores equipos para hacer su trabajo. Así que ahí estábamos nosotros: escribiendo junto a la puerta maravillosos productos sobre innovación abierta y la importancia de las personas en las organizaciones y sacándole todo el jugo posible a los tres pelos de la nariz del bicho (que no sabíamos qué era) mientras reiniciábamos el ordenador cada diez minutos para ver si así aguantaba un rato más sin colgarse.
Poco a poco los ordenadores fueron mejorando, la información sobre los proyectos dejó de ser (casi) un secreto de Estado, y cuando finalmente conseguí un sitio cerca de la ventana, me fui de allí.
El proyecto en el que aterricé y del que formo parte ahora es básicamente un grupo de personas. Todas compartimos el mismo espacio físico, sin paredes, ni estanterías, ni cristaleras ni macetas enormes para marcar las diferencias entre nosotros. Y hace unos años, cuando cambiamos de oficina, cada persona eligió su sitio por orden de llegada a la empresa. Quien había llegado primero, eligió primero, independientemente de la edad, la experiencia o el cargo.
Como en todas las empresas, nosotros también tenemos reliquias informáticas y telefónicas que la gente va dejando por las estanterías, pero cada persona que llega nueva tiene como mínimo un equipo en condiciones y el mismo modelo de teléfono móvil que el socio fundador de la empresa (que no es lo mismo que tener el mismo móvil que el socio fundador pero diez años después de que éste lo haya jubilado…). También tenemos unos sofás verdes estupendos en medio de la oficina, que invitan a sentarse con un café y hablar tranquilamente de cualquier tema y en cualquier momento.
Cuando empezamos un proyecto nuevo, alrededor de la mesa nos sentamos las personas que podemos aportar algo. Y sobre la mesa ponemos al elefante para que todo el mundo pueda verlo bien. Digamos que algunos ya tienen muchos elefantes a sus espaldas y otros todavía están decidiendo si un elefante es un marsupial o un paquidermo. Pero verlo, lo vemos todos. Y todos aprendemos. Del Modelo Viejo al Nuevo Modelo.
Hace unos meses un cliente nos pidió que le ayudáramos a diseñar un espacio que permitiera que todas las personas de su organización pudieran participar y opinar y tomar parte en las decisiones de la empresa. Cuando les presentamos algunas ideas que les permitirían crear espacios abiertos de intercambio de información y otras iniciativas, uno de los mandos intermedios nos preguntó: «pero ¿qué me estáis diciendo? ¿que yo no voy a poder controlar la información que recibe mi gente?». Estaba tan horrorizado y tan ofendido que casi despertaba simpatía y todo.
Cuento esto porque, en contra de lo que pueda parecer, el cambio de un modelo a otro no es nada sencillo para las personas que nos hemos criado profesionalmente en el Viejo Modelo de Relaciones.
A menudo es necesario luchar contra los prejuicios, contra la necesidad de tener jerarquía, contra la necesidad de guardarnos alguna información para sentir que tenemos el control, porque para ser sinceros es aterrador encontrar que tienes en tus manos la libertad de equivocarte, que no existe nadie por encima de ti para solucionarte los problemas ni para corregir tus errores, que no eres la que más sabes sobre casi nada. Es una oportunidad para desarrollarse, pero da mucho miedo. Sin embargo la realidad confirma que los equipos en los que la información fluye funcionan, que las personas que sienten que son depositarias de la confianza de la gente, responden. Y que sobre todo cuando vienen mal dadas, sentirte respaldada por un equipo en el que confías es la única manera de superar las situaciones adversas con éxito.
A día de hoy, de mi experiencia he sacado dos grandes lecciones.
La primera lección es que no importa lo buena que seas o lo bien que sepas hacer tu trabajo porque la verdad inmutable es que si tu equipo dispone de toda la información, de la confianza y de la certeza de que son los responsables de las decisiones que se tomen, el resultado del trabajo de tu equipo contigo, siempre llegará más lejos que el resultado de tu trabajo sola.
Y finalmente os revelaré un gran secreto y la segunda gran lección que he aprendido: el sitio de la ventana es el peor sitio de la oficina; en invierno te mueres de frío y en verano te asas viva. Hacedme caso y no lo elijáis nunca 🙂
Nota: La imágen que ilustra este artículo pertenece a la portada del libro «El éxito fue la confianza» escrito por Koldo Saratxaga y por Jabi Salcedo, y que podéis descargaros gratuitamente en la siguiente dirección:www.loslibrosdek2k.com.