Dos de los objetivos claves de la Estrategia de Lisboa, que se mantienen en su sucesora, la estrategia Europa 2020, son elimpulso de la competencia y de la innovación. Ambos elementos se consideran esenciales para alcanzar un crecimiento económico sostenido y sostenible.
Desde el punto de vista de los consumidores, la competencia entre las empresas produce una serie de beneficios directos e indirectos. Entre los primeros se pueden destacar unos precios más bajos, el acceso a una mayor variedad de productos, un mejor servicio, etc. Entre los segundos, se encontrarían las ganancias de productividad y de eficiencia que tienen un efecto en la economía en su conjunto. En este sentido, la existencia de mercados perfectamente competitivos es la mejor garantía para que los consumidores puedan escoger lo que mejor se adecue a sus gustos y necesidades con la mejor relación calidad-precio en cada momento.
Desde el punto de vista del crecimiento y la innovación, la evidencia empírica sugiere que competencia e innovación son factores complementarios: un mercado interior competitivo y abierto proporciona el mejor incentivo para que las empresas europeas mejoren tanto en términos de eficiencia como de innovación, permitiendo alcanzar mayores tasas de crecimiento. Las empresas que compiten por clientes se ven obligadas a mejorar la calidad de sus productos y servicios y a ajustar precios, estimulando por lo tanto la innovación, el progreso tecnológico y la búsqueda de medios más eficiente de producción.[1]
Por todo ello la defensa de la competencia y en general la política de competencia se ha convertido en un área de intenso desarrollo durante los últimos años, constituyendo uno de los pilares fundamentales en el proyecto de construcción europea.
Pero garantizar la competencia no es fácil, en especial en tiempos de crisis. Las presiones para relajar las prácticas anti cártel o los requisitos para permitir las fusiones empresariales están muy presentes como mecanismo para evitar quiebras empresariales que llevarían aparejadas las consiguientes pérdidas en puestos de trabajo en el corto plazo[2].
Las ayudas de estado, en muchos casos discriminatorias, también han empezado a proliferar: así ha ocurrido con la banca o con las empresas de automóviles (las tres grandes en Estados Unidos o la Opel en Europa), de tal manera que no son las empresas más eficientes las que mejor capitalizadas están sino al contrario. Según la Organización Mundial del Comercio 13 de los 20 países miembros del G20 pusieron en práctica alguna medida proteccionista (si bien de baja intensidad) durante 2009.
En España, a todos los problemas asociados con la crisis y que afectan a la mayoría de los países, hay que añadir que la cultura de la competencia es muy baja: los acuerdos, la fijación de precios, el abuso de posición dominante, etc. están a la orden del día y en muchos casos ni tan siquiera se tiene conciencia de estar cometiendo un delito e incluso se anuncian en los periódicos. Aunque en este sentido se ha avanzado mucho en los últimos años, todavía queda mucho camino que recorrer.
Sin embargo, si queremos salir de la crisis en buena posición para empezar a crecer de una manera sostenible, necesitamos hacerlo con unos sectores industriales y de servicios competitivos, innovadores, de alto valor añadido, que puedan hacerse hueco en los mercados globales. Y este tipo de sectores no se va a conseguir con políticas proteccionistas sino con políticas que favorezcan la competencia y la innovación. La experiencia de la crisis del 29, con altos niveles de proteccionismo y una aplicación relajada de la política de la competencia en años posteriores, supuso una importante reducción del comercio internacional (un 66% de su volumen inicial) y una rémora que retrasó la salida de la crisis. No deberíamos caer en los mismos errores del pasado.
La Comisión Nacional de la Competencia (CNC) y los Tribunales y Servicios de la Competencia de las Comunidades Autónomas, juegan o deberían jugar un papel fundamental en este contexto no sólo para garantizar que no se produzcan situaciones anticompetitivas sino para transmitir a las empresas y a la sociedad una cultura de la competencia, subrayando los beneficios que los sistemas competitivos traen consigo. Su independencia y su rigor técnico son indispensables para conseguir este fin.
Apostar por la competencia es apostar por la innovación y el crecimiento. No desandemos el largo camino ya hecho.
[1] La teoría económica no siempre ha reconocido esta relación. De hecho los modelos tradicionales de Economía Industrial, en clara oposición con la evidencia empírica, implicaban que la amenaza de una mayor competencia ex post entre las empresas provoca una caída de sus beneficios potenciales y una menor entrada (menor competencia) en los mercados ex ante, con lo que la innovación y el crecimiento deberían ser menores. Modelos más recientes en los que se tiene en cuenta la renta potencial que pierden las empresas establecidas y las rentas que podrían obtener los entrantes o que tienen en cuenta las diferencias en costes entre las empresas han sido capaces de reconciliar la teoría económica con la evidencia empírica. Véase «Competition and Growth. Reconciling Theory and Evidence» de Aghion y Griffith, publicado en 2005 por MIT Press.
[2] Un ejemplo de este tipo de «relajación» podríamos encontrarlo en una reciente sentencia del Tribunal Supremo que autoriza a CECASA, cartel de oleicultores españoles (más del 60% de la producción), a realizar sus actividades que consisten en fijar un mecanismo de adquisición y almacenamiento de aceite de oliva para controlar su precio, anulando una anterior resolución del Tribunal de Defensa de la Competencia.
Imagen: Longbridge Technology Park – Innovation Centre por Ell Brown vía Flickr.