Se suele escribir y citar la pertinencia del capital humano como factor clave e imprescindible para el buen funcionamiento de las economías, sobre todo en momentos de crisis económica, y cuando nos preguntamos qué hicimos mal para estar en situaciones difíciles ahora. Pero, además de ese factor, necesario para el desarrollo humano, y teniendo en cuenta que la solución en España no es tan sencilla, es pertinente señalar la importancia del capital cultural.
Economistas como D. Throsby o L.C. Herrero incluyen el concepto de capital cultural dentro de la función de producción de la economía. Entonces, la renta o riqueza de una economía vendría determinada por la tecnología y su relación con los demás inputs de la función de producción. Estos son el capital físico, la fuerza laboral, el capital humano (al que se refería Rivas), el capital natural (un conjunto de recursos libres de la naturaleza, a veces no renovables), el capital social (calidad/cantidad de redes sociales de una sociedad), y la variable que nos ocupa, el capital cultural, que hace referencia a elementos tangibles y físicos, realizados por las personas, presentes o acumulados, que responden a un sentido estético, simbólico e intelectual, y que son susceptibles de depreciación e incluso pérdida.
Así, será una necesidad social considerar el capital natural como factor productivo cuando el ser humano se plantea la sostenibilidad ambiental, o considerar el capital social cuando las relaciones entre personas son multidireccionales, en parte por las interconexiones de la red. De la misma forma, la cultura pasa a ser un punto prominente cuando se la considera como una variable cualitativa que trasciende la variable educativa en un contexto de civilización del ocio y globalización.
La cultura, además de ser el caramelo de los dirigentes políticos por su elevada rentabilidad de imagen, tiene efectos a corto plazo asociados al consumo, y efectos a largo plazo principalmente relacionados con la revalorización urbanística, con la gobernabilidad, con la educación, con la cohesión social e indirectamente con la ampliación de las capacidades simbólicas del ser humano relacionadas con la motivación o el «querer ser».
Concretando, la cultura estimula el turismo, lo que generalmente conlleva implícitamente un sentido de identidad cultural. Estimula la creatividad, que repercute sobre el tejido social y sobre otras ramas de la economía y crea un matiz extra que certifica un plus de calidad a las ciudades. Si se pretende que España vuelva a ser parte del eje de decisiones de Europa, habrá que atraer y retener a gente formada o lo que Richard Florida llama «clase creativa».
Se puede comenzar impulsando el desarrollo productivo asociado a las industrias culturales, detectando clústeres o sistemas productivos locales. España es más que toros y vino, y tiene un potente acervo relacionado con el patrimonio.
Un ejemplo interesante que apareció esta semana en prensa es el del chef catalán Ferrán Adrià, que este semestre dictará cátedra en Harvard, relacionando su gastronomía e investigaciones con las posibilidades de los investigadores de aquel prestigioso centro universitario. Contará también con otras figuras de la gastronomía española como Joan Roca, Carme Ruscalleda o el chocolatero Enric Rovira.
Para mezclas, citar también la combinación estética del afamado grupo de teatro La Fura dels Baus con el chef vasco Andoni L. Aduriz.
Las administraciones públicas deben agudizar la creatividad para potenciar e incidir en posibilidades alternativas de desarrollo, valorando las ventajas naturales ya dadas para volverlas posibilidades de éxito efectivas, pero sin olvidarnos del resto de los agentes, sobre todo los privados. Quizás una de las directrices de las nuevas políticas de desarrollo económico puede apoyarse, como toda gran estructura, en una piedra angular que combine cultura y tecnología.
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Foto: Francisco Díaz